En la revuelta de la maternidad
De Carme Vidal Estruel
De Carme Vidal Estruel
'Este es un tiempo
comprometido, no en el sentido de las viejas consignas que resuenan huecas por
haber cumplido con sus propósitos, sino en la asunción de un cambio singular
que me desborda. Este es un tiempo que me compromete en un intento por conjugar
la maternidad material con su trascendencia y su potencia simbólica para
significar. Este es un tiempo desordenado, porque ser madre es en mí una
experiencia convulsa; no por falta de deseo sino a consecuencia de la revuelta
de la maternidad que, cuando la fuerzas, te expone a una relación con lo
inaudito, inaudito que es y trae al mundo tu criatura.
La revuelta, el
desplazamiento no previsto que ha sido para mí la maternidad, es una apertura a
la vida como entresijo, a la aceptación (que no resignación) de un presente
vivido en la intensidad apremiante de quien se atreve a aceptar lo inesperado
como parte de lo acordado. Mi mayor temor es ahora mi sostén: he aceptado que
la vida no es ni está supeditada a mi voluntad de control; he comprobado que mi
vigilancia nunca será suficiente y he aprendido a acoger lo que me desborda de
la mano de mi hijo.
Estos días me he dado
cuenta de que la maternidad es un difícil equilibrio entre la creación de un
espacio de materialidad confortable para la vida humana y la falta de palabras
para poder decir la potencia de esta maternidad que he llamado maternidad “vulgar”.
Cuando hablo de maternidad vulgar hablo de la maternidad que se constriñe con
los horarios de entrada y salida, las urgencias médicas y las citas de control,
el baño, la cena y la nevera llena, la ropa limpia, el cuento de antes de
dormir y el muñeco que se ha perdido… porque cuando todo esto termina ya no
queda día y tú desapareces, sucumbes al sueño.
En la definición de
la palabra “vulgar”, María Moliner dice: ‘No sobresaliente, impresionante o
sorprendente. Corriente.’ Pienso ciertamente que la maternidad tiene mucho de
corriente, de poco o nada sobresaliente e impresionante. Por esta razón me siento
a gusto al acompañar a la maternidad de la palabra “vulgar” para hablar de mi
experiencia. Quizá siento que en este espacio tan constreñido está la potencia
de su transformación y el orden que tiene su medida en la entrega. Quizá porque
la dificultad de señalar su potencia simbólica está en su falta de
excepcionalidad, en su ser una grandeza corriente y común, tan vulgar que no se
divisa con facilidad y, sin embargo, al mismo tiempo, lo contamina todo, todo
está tocado por su presencia.
La maternidad vulgar
tiene para mí la gracia de significar la experiencia de trascendencia en el
acto contingente de ser justo aquí y en este momento. Y, en este sentido, la
maternidad vulgar es un lugar de aprendizaje de quién soy yo y de quién es el
hijo o la hija que de mí nace pero que luego es. Ser madre es una experiencia
de entrega a un desconocido. Dicho así suena feísimo. Pero la singularidad de
quien viene del otro lado es un enigma, y entregarse sin saber es un acto de
amor sin condiciones y un miedo muy grande también.
Antes de ser Andreu
niño, por nueve meses fue un ser en mi vientre. En este cuerpo a cuerpo la
experiencia de maternidad es un ideal, una expectativa y la voluntad de lo
mejor. Yo no pensé ni por un momento en lo peor. En su hacerse niño Andreu ha
roto lo mejor y ha roto también lo peor, ha roto la correlación de valores para
poder hacerme entender que el ideal no tiene ni cuerpo ni existencia y las
expectativas son trabajo añadido para cada madre, así cuantas más y mayores,
más trabajo. Yo tengo mucho todavía por hacer.
De todo este trabajo
pendiente que tengo – este estar aquí delante de todas vosotras con el peso de
la palabra, ¡qué deciros! – me quedo con la emoción del atrevimiento. Quisiera
en mi exposición señalar los lugares que, a raíz de mi maternidad, han sido
alterados, sin más ambición que la de enunciar, porque esta formulación es la
traslación de un equilibrio precario que vivo en tiempo presente. Esto soy yo
aquí y ahora, sin una perspectiva que pueda salvarse por la distancia del
tiempo, y con la fragilidad que me supone acoger que el tiempo puede no darme
la razón.
Recuerdo la experiencia
de singularidad que viví cuando sentí a Andreu por primera vez a mi lado; fue
una emoción intensa, fue una emoción que me puso en orden. Fue, sin embargo,
una experiencia de cuerpo sin palabra, una verdad orgánica que atesoré pero de
la cual no tomé conciencia. Con el tiempo, la singularidad de mi hijo ha sido
una fuerte presencia, una condición que no se ha dejado apartar pero que se ha
alejado del origen, de esa primera experiencia, de esa emoción orgánica.
Esta singularidad que
es el don que él trae al mundo y que yo acojo, en el momento en el que la
memoria de mi cuerpo, la memoria de esa experiencia primera, dejó de resonar,
se convirtió en una losa. Tomar conciencia de esa emoción que inauguró la
relación con mi hijo ha sido una práctica de restitución, restitución del
vínculo de cada madre con su criatura, vínculo que es significante; restitución
del orden que da sentido y medida a la entrega incondicional a lo desconocido;
y restitución de mí.
Mi criatura de tres,
ya casi cuatro años, ha removido el mundo que yo pensaba ordenado. Ha sido, por
así decirlo, un niño de lo más talentoso en el arte de desmantelar las
conjeturas de supervivencia que me sostenían, aunque en precario, derecha.
Nuestra relación es como el zumo de limón, su gracia curativa está en la dosis
y si una se excede en su ingesta, el cuerpo se resiente. Así, aprender a
dosificar el desorden para poder comprenderlo y encontrar las palabras ha sido
lo más costoso, sobrevivir en medio del caos es lo más ingrato, acoger lo
inaudito… en esto estoy.
La maternidad vulgar
conjuga la contratación material con la creación de simbólico femenino libre,
es un pasaje. En mi experiencia, sin embargo, el peso de la contratación
material, su desmesura, ha silenciado su potencia política. Así, comprender,
trascender la urgencia de lo inmediato sin desmerecerlo para que su peso no me
detenga, es una práctica que media hasta dar con una dúctil sujeción a lo
inamovible, que es mi hijo. Esto es, vivir arraigada pero sin dejar de ver el
cielo.
Ser madre es también
asunción de responsabilidad para con la materialidad, materialidad sin la cual
nada más es posible, materialidad que hoy – en este nuevo contexto de
capitalismo agonizante y final del patriarcado – las mujeres no tenemos
garantizada. Materialidad que aunque presentí en el momento en el que formulé
mi deseo de ser madre, no aprehendí. Materialidad de la cual por ser mi hijo un
deseo no puedo ser (dicen) redimida, porque esta materialidad que hiere debe
ser pensada, también, en la práctica política que es la maternidad.
En este sentido,
pensar la práctica política que es la maternidad, es pensar lo que ha cambiado
en mí a raíz de mi experiencia de madre. Dicho así parece una tarea sencilla.
Sin embargo no ha sido un trabajo fácil. Primero porque en todo momento he
sentido la tentación de jugar al escondite con las palabras. Soy mujer de
madriguera y me gusta ocultarme tras la metáfora. Por tanto, debo confesaros
que quitarme de este vicio ha sido una práctica difícil y comprometida con este
que es mi empeño: pensar la práctica política que es la maternidad.
Encontrar el
principio ha sido un trabajo absurdo
hasta que he dejado de buscar fuera y me he atrevido a aceptar que el
primer cambio soy yo. La maternidad ha sido una experiencia de conexión con la
realidad física de ser humana. Ha sido un aterrizaje súbito en el límite de la
propia contingencia. Desde pequeña me he permitido la licencia de una doble
vida, la que es y la que discurre exclusivamente dentro de mi cabeza. Con mi
hijo la vida que circulaba dentro de mi cabeza se ha detenido; la escisión
ahora me desordena.
Esta transformación,
sin embargo, no es definitiva, soy conciente de ella cada día, puesto que
intento escapar a diario de mi propia contingencia. Y esto tiene hoy cuerpo en
la palabra porque acepté finalmente la necesidad en mí de un tiempo de duelo,
de luto por la pérdida que es también la maternidad, pérdida que no le resta a
la experiencia su grandeza, sino que es parte de ella, pero que necesita de un
acto simbólico de restitución para no
convertirse en una herida sangrante.
Andreu tenía solo dos
años y yo quise ir y fui al Seminario de Verona del Máster de Duoda. Sentía que
necesitaba un paréntesis; sin embargo, sin saberlo, pretendía recuperar algo
que, aunque pequeño, para mi era vital: la experiencia de andar y moverme sin
su peso, ser solo yo en movimiento, ser otra vez ligera. Como antes de su
llegada. Esta necesidad, que es mi culpa, se abre en mí cada cierto tiempo. Es
un deseo grande de ser yo sin más, es en verdad un deseo de soledad.
Siento como si
pidiera permiso para poder descargar el peso del amor incondicional por un
breve espacio de tiempo, breve espacio de tiempo en el que yo puedo
recomponerme. La distancia alimenta mi deseo, lo mantiene vivo, restituye su
sentido y su medida. Y esta distancia que quiero y vivo como un más es difícil
de decir, puesto que muchas veces siento el peso del juicio en la mirada ajena
– quizá el peso del juicio ha sido siempre mío – juicio que me aboca al título
de no ser una buena madre.
Es verdad que yo no
quiero ser una mala madre, pero es cierto también que he renunciado a ser una
buena madre para ser solo la madre de Andreu. Y no miento si os digo que dejar
de lado el ideal de la buena madre ha sido lo más difícil, lo más comprometido,
puesto que es una tentación sencilla de atender, cómoda y que pasa fácilmente
desapercibida; y este dejar de lado a la buena madre ha sido también mi
salvación de no caer en la falsedad de pretender ser una mujer que no soy.
Así, la distancia me
ha devuelto mi singularidad, que es la medida que le da sentido a la relación
con mi hijo. Perderla es perderme a mí y esto es perder el orden que nutre de
simbólico la relación – en este caso – entre madre e hijo. Ahora sé que mi
ausencia no significa aligerar el peso del amor incondicional; tampoco
significa minimizar la entrega. Ahora que he aceptado ser la mujer que soy, me
he dado cuenta de que el tiempo y la distancia son parte del vínculo que yo he
decidido con mi hijo.
Despachada la buena
madre de la presentación, ahora sí puedo confesaros que junto a mí hijo he sentido
en propia carne el malestar de ser al mismo tiempo Dr. Jeckyll y Mr. Hyde. Siempre
he sido mujer de arrebato, de tanto en tanto exploto, descargo mi frustración,
luego me arrepiento y pido perdón. Ahora, sin embargo, vivo inmersa en un
constante ejercicio de equilibrio, porque mi hijo sabe – no he descubierto
todavía cómo – la manera exacta de llevarme al límite, a mi propio límite. Y
cada día me pregunto, en voz baja para que nadie me oiga, qué he hecho yo para
merecer esto o quién me ha mandado a mí meterme en este fregado. Con mi hijo el
trabajo es evitar la explosión… y esto es agotador.
Quizá esta sea la
conjetura de quien en su deseo de maternidad no sospechó quedar expuesta a lo
desconocido. Por eso la revuelta de la maternidad, porque es un cambio
pronunciado e imprevisto de dirección en la propia vida, pues cuando yo formulé
el deseo no vislumbré – ni por asomo – lo que venía del otro lado. Y lo que
viene es una carga, la carga que trae el peso de un aprendizaje, que puede ser
tu derrota, pero que puede, al mismo tiempo, salvarte de caer en la tentación
de la victoria. Y por eso justamente en la relación con tu criatura se vive y
se aprende con lo mejor (cuando tu hijo te acaricia la cara, te dice mama
guapa, y te da un beso) y con lo peor (cuando tu hijo se suelta de tu mano y
cruza la Meridiana en diagonal). Son indisociables.
Así, la maternidad
(siempre según mi propia experiencia) no es ni positiva ni negativa, sino ambas
cosas y mi riesgo de destrucción como mujer ha sido inconmensurable hasta que
he aceptado que debía hacerle lugar a lo negativo, a mi negativo, pues sin su
presencia no hay medida. Y esto no quita la incomodidad pues, como dice Luisa
Muraro en la introducción a La mágica
fuerza de lo negativo “(…) no es fácil estar de forma tranquila en
presencia de lo negativo’[ii].
Luisa Muraro termina
su Introducción – y cito textualmente – con estas palabras: “Que la posibilidad
del ‘trabajo’ de lo negativo se consiga en el momento, y que esto sea posible
(eso que podemos llamar la contingencia del ser), es el descubrimiento que se
hace con la renuncia al postulado metafísico de la prioridad de lo positivo
sobre lo negativo, y dice el significado exacto de ello.” En mi singular
experiencia como madre, lo negativo necesita un lugar, es de hecho también un
lugar de enunciación de la maternidad, aunque las palabras sean solo un hilo de
voz. No acoger este lugar es motivo de mucho desorden, de mucho cansancio, de
mucha culpa. El postulado metafísico de la prioridad de lo positivo sobre lo
negativo ha sido la fuente de mi extenuación y de mi silencio como madre.
Puesto que cuando mi
hijo se suelta de mi mano, no lo hace involuntariamente, sino que para ello usa
toda la fuerza de la que dispone – que es mucha – y ahí cruza dos límites, mi fuerza
y mi enseñanza, uno físico y otro simbólico. Y esto es así. Y cuando en un acto
reflejo tiro el bolso para poder correr mejor y me lanzo tras él sin mirar otra
cosa que su pequeño cuerpecito desafiando todas las leyes del tráfico, no estoy
pensando “soy acción”, soy por necesidad. Y cuando le alcanzo y quiero matarle,
no estoy pensando, ahí también soy acción. Y le doy la mano y me trago un nudo
grande. Porque sin pensar he gritado, le he repetido “no” cien veces y he sido
presa del pánico. Y esto es y está en la relación de disparidad con mi hijo. Y
esto ni es bueno ni es positivo. Pero es también mi contingencia.
Este trabajo de
relación con mi hijo, este trabajo cotidiano que es también cuidar y atender a su
singularidad, ‘su capacidad de empezar algo nuevo’ – esta es una idea de Hannah Arendt – tiene un
lugar en la práctica porque mi madre acogió (y acoge todavía) mi ser yo quien
soy. Así, de este modo, la relación de autoridad con mi madre ha sido el lugar
donde poder redimirme de todas las pérdidas que han llegado con mi maternidad,
sin renunciar a mí, a la mujer que soy.
La presencia de mi
madre, su ejemplo, ha sido mediación para que la entrega sin reservas a la
maternidad no se convirtiera en una desmesura: aceptar la pérdida, que es parte
del más, del ser yo origen, sin renunciar a mi origen. En este sentido el
vínculo con mi propia madre sostiene mi palabra. Así he entendido en mi ser
madre la importancia de reconocer autoridad a las mujeres que son mi genealogía,
empezando por mi madre, porque la potencia de su vínculo me recuerda que ser
madre es no dejar de ser también, y al mismo tiempo, hija.
Llego, de este modo,
al segundo lugar del que quería hablaros hoy, lugar que también se ha visto
transformado por mi maternidad: la relación con mi propia madre. Ahora sé
reconocer y agradecer su presencia y sé atender también a nuestra relación de
disparidad, una relación que no se nutre de la dialéctica entre el bien y el
mal sino que se inscribe en el cuerpo a cuerpo, en la experiencia del cuerpo.
Mi madre, que siempre me ha cuestionado las cosas, nunca ha dictado sentencia
en relación con mi hijo y mi maternidad. Mi madre, que ha sostenido mi singularidad aun cuando esta singularidad
fuese dolorosa con todo lo que ella me había dado con amor, cuando yo le digo
qué habré hecho para merecer esto – en referencia a mi hijo – ella responde
tranquila: nada.
Ahora sé que el amor
de mi madre no está sujeto a condición alguna, y este amor junto al cuerpo y la
lengua, es su don más grande: porque su amor es mi libertad, la contingencia de ser yo quien
soy, don que no está restringido solo a lo bueno y a lo positivo, porque la
libertad de ser que ella me ha brindado, ha coexistido y coexiste con lo
negativo, negativo que ella acoge. En este sentido la experiencia de maternidad
ha sido una experiencia de restitución del vínculo con mi propia madre y, a la
vez, el vínculo con mi propia madre ha custodiado el orden y la medida. Ella,
que es mi origen, ha sido mi faro.
Y en este punto del
camino se abre la brecha más difícil de zurcir. He estrechado tanto los nudos
para poder cerrar la herida de la que voy a hablar, que solo puedo dar cuenta
de su cicatriz. Sin embargo, cerrar la herida ha sido imprescindible para poder
hablar sin caer en la tentación, para poder decir sin que las palabras sangraran,
para poder escribir sin caer en la desmesura de un dolor que nace de no saber
decir la propia experiencia. En este punto quiero hablar a la vez de dos
lugares que se han transformado a raíz de mi maternidad, pero en esta ocasión
no quiero desligarlos porque en mí han sido un nudo y este estar atados, el uno
al otro, es su aportación, ya que por separado su potencia significante es
otra. Se trata del trabajo remunerado y de la relación con Albert, pareja y
padre.
He dicho
anteriormente que la maternidad es espacio de contratación material; he dicho
también que ser madre es asumir responsabilidad para con la materialidad; he
dicho que esta materialidad que hiere debe ser pensada, también, en la práctica
política que es la maternidad, y he dicho todo esto porque la materialidad de
las madres hoy no está garantizada. Pero todo esto que he dicho porque me nace
y es sentimiento e intuición merece una explicación que se me atraganta. En un
primer momento intenté una disección del capitalismo; la disección era
trabajosa y era también una trampa. Quería diseccionar para apartar los ojos de
la cicatriz que he zurcido durante estos cuatro años y que aún me duele.
Cuando Andreu nació
yo tenía un buen salario y mi compinche y padre de la criatura se quedó sin trabajo;
estábamos en 2009 y todo estaba aún por llegar. Nos pareció esta una coyuntura
perfecta. A los pocos meses él encontró un trabajo a media jornada que nos
permitió, hasta que Andreu cumplió dos años, alternarnos: padre de mañana y
madre de tarde. Yo seguía teniendo un buen salario. Esta sucesión en el tiempo
nos funcionó, nos parecía de lo más moderna, en la línea de lo que viene siendo
lo políticamente correcto. Pero fue ahí donde se gestó el gran desbarajuste, porque
en esta sucesión se nos olvidó el corte de la diferencia sexual y nos creímos
intercambiables.
El desbarajuste
creció en el momento en el que mi compinche se quedó sin trabajo, ese trabajo
de media jornada que nos garantizaba la alternancia, y tras tres meses de dueño
y señor de la casa, pues yo me creí con derecho no solo a desentenderme un poco
de todo (un desentenderme muy masculino el mío, justificado en el hecho de ser
asalariada) sino también a exigirle que
casi fuera yo, es decir, que hiciera con el tiempo lo que yo haría, tras tres
meses, decía, de dueño y señor, convino que Andreu en septiembre iría a la
guardería.
No hubo concesión por
su parte. Estaba agotado. Yo no quería, no entendía que pudiendo estar él…,
jamás se me pasó por la cabeza pensar que quizás él no quería estar, que este
estar no era su deseo, que más bien era mi deseo. En este punto el desorden se
convirtió en dueño y señor. Desorden que nacía de la presunción de considerar
que éramos intercambiables, presunción que me servía de argumento a la hora de discutirle
a Albert que no hacía lo que debía. Un deber hacer que nacía de mí y no de él y
que era por tanto una imposición sin mediación.
No estoy hablando
aquí de corresponsabilidad, estoy hablando de cuando la corresponsabilidad se atraganta porque olvida el corte de la
diferencia sexual y deshace la asimetría de las relaciones de crianza. Y en
este punto no puedo recriminar, sino más bien recriminarme a mí misma el haber
dejado que el desorden se hiciera tan grande. Puesto que aunque es cierto que
yo había andado un camino que era guía de otro modo de pensar la vida, el hecho
de que el trabajo fuera de casa, el trabajo que procura sustento, estuviera
ahí, inamovible, no me dejaba atisbar la
necesidad de una doble mediación que no podía resolverse a dos tiempos, puesto
que solo podía ser reparada en la misma ecuación.
La fórmula clásica
del padre proveedor y la madre nutricia, es decir, la llamada división sexual
del trabajo, no sirve. Un salario no basta para llegar a fin de mes: se
necesitan dos o más. Y en este punto siento que me aprieta el “doble sí” del
que habla Lia Cigarini[iii]. Me aprieta porque no sé
dar el salto, no se ver la invención que es puente y cruza; me aprieta porque
ando a tientas, me sirvo de lo que ya no es y al igual que los cangrejos ando
hacia atrás. Pero en este aprieto estoy.
Yo pienso que he
dicho sí a ser madre sin plantearme siquiera la posibilidad de dejar de
trabajar. En este sentido, creo que las palabras de una mujer joven que
aparecen publicadas en el Sottosopra 2009 ‘Imagínate que el trabajo[iv]’ son parte de mi
experiencia también. Ella dice, cito textualmente: “En tiempos de mi madre la
maternidad no era una elección, pero el trabajo sí. Hoy, en cambio, la
maternidad es una elección, y el trabajo una necesidad. El trabajo no era
precario como hoy y nuestros padres eran más ricos que nuestros maridos. Mi
madre eligió trabajar porque para ella era una conquista. Yo hoy no podría quedarme
en casa, y he elegido tener niños. Existe esta paradoja. Es un punto de fuerza
y de debilidad juntas”.
Yo añadiría también
que es una realidad que desordena y que pide repensar la dependencia, la
relación de dependencia con el sexo masculino. Así, en este trance – del que
creo que todavía no he despertado – yo siento que aunque mujer trabajadora soy
dependiente, dependo de un hombre y no solo en lo económico sino que además
dependo de él también en lo que son las competencias de organización de mi vida
privada y profesional. Es más, sé que mi maternidad está a disposición de esta
dependencia. Y esto suena muy mal, lo sé. Pero poder decirlo es alentador.
Del otro lado, del
masculino, puedo hablar menos porque mi experiencia es sexuada en cuerpo de
mujer y no puedo decir en primera persona la experiencia de Albert; pero tras
meses y meses de mucho malestar y largas conversaciones, sí me atrevo a apuntar
que, una vez celebrado el entierro del hombre proveedor, se abre un nuevo
tiempo, un tiempo que es de cambio en la relaciones entre los sexos. Quizá sea
exagerado, de momento, pero pienso que forzar la revuelta de la maternidad trae
a este siglo una nueva política sexual. Una nueva política sexual que cambia la
casa y cambia también el sentido del trabajo y de lo público.
Se trataría de pensar
la dependencia en su sentido de vínculo y de amor[v], alejándonos de la idea de
subordinación y sometimiento. En este
sentido mi sí a la dependencia de un hombre me trae un hallazgo: la creatividad
que nace en una relación de diferencia cuando hay lugar para el más femenino y
cuando entiendo la relación con un hombre no desde el sentido de él como mi
opuesto, ni como mi igual, tampoco como mi brida, sino como una oportunidad
para el encuentro, una experiencia de obediencia al ser desde el reconocimiento
de la alteridad.
Este hallazgo al que
hago referencia tiene lugar sobre todo en la práctica. Guarda relación con lo
que decía anteriormente de la necesidad de distanciarme – ocasionalmente – de
la responsabilidad que es y significa mi hijo, responsabilidad amorosa que en
ocasiones también merece un respiro. Cuando yo me voy se queda su padre. No
somos intercambiables, puesto que él no ocupa mi lugar. De hecho no hay ninguna
necesidad, puesto que él tiene un lugar propio y una relación singular con su
hijo. Pero yo me voy tranquila y confiada. Guarda relación con el
reconocimiento de autoridad femenina, con reconocer el lugar de la madre, que
se traduce en preguntar acerca de la crianza y saber atender al corte de la
diferencia sexual que se da en la crianza. Y guarda también relación con la huella
que queda en lo cotidiano cuando yo aprendo a no imponer mi medida del mundo y
aprendo que la mediación masculina, cuando es amorosa y reconoce autoridad a la
madre, trae cosas nuevas que son nuevas oportunidades.
La necesidad de dos
salarios en una casa para atender a la crianza cambia el sentido de la relación
entre los sexos en lo que concierne a las prácticas de creación y recreación de
la vida y de la convivencia humanas[vi]. Prácticas que dicen, en
palabras de Núria Jornet[vii] y cito textualmente: “el
papel de las mujeres a lo largo de la historia a la hora de hacer más visible
la vida y que se traduce en ámbitos diversos: desde la socialización de los
niños, a la cura de los enfermos, pasando por la alimentación del grupo, etc.
Una medida que tiene en cuenta la vida humana y que es una “puntada” más a la
obra materna de la civilización, un tejido donde a menudo es necesario el
entredós (trozo de ropa que une dos telas antes autónomas); esto es, el trabajo
de la mediación, la práctica del conflicto”.
Este cambio que
señalo pasa por el reconocimiento por parte de los hombres, cuyo presente está
en esta tesitura de la necesidad de los dos salarios, de la obra materna de
civilización. Reconocimiento que está en la práctica del conflicto entre los
sexos, un conflicto que, lejos de medirse en términos de mejor o peor, tiene
lugar en otro orden de significado. No es casual que su espacio de resonancia
sea la casa, un espacio más femenino que masculino. Como tampoco es fortuito
que este diálogo nazca de la necesidad de convivencia entre los sexos en la
casa, convivencia que es y que pesa en la disposición y disponibilidad de
hombres y mujeres fuera de casa.
Así, de este modo,
forzar la revuelta de la maternidad me trae el sentido político de un cambio
que por primera vez actúa en sentido inverso: de mí hacia fuera. Qué quiero
decir: que modificando la casa y las relaciones dentro de la casa – cambio en
el que mujeres y hombres se implican en
una modificación de sí – se transforman no sólo las condiciones laborales sino
también el sentido del trabajo remunerado.
Aunque también es
verdad que, en este tránsito, sostener el sí a la maternidad con el sí
contingente del trabajo remunerado es un peso grande para las madres, sobre todo
porque las condiciones del trabajo remunerado difícilmente se ponen al servicio
de la crianza y la crianza está llena de imprevistos que alteran el discurrir
diario. Me centraré en una cuestión que espero sirva de ejemplo. Las criaturas,
sobre todo cuando son pequeñas, enferman mucho. Yo pienso que sentimos que
enferman mucho porque sus enfermedades entorpecen nuestra disponibilidad como
trabajadoras, y atender al trabajo cuando enferman nos representa una
sobrecarga que no podemos, y a veces tampoco queremos, sostener.
Hace un par de meses
Andreu enfermó de escarlatina y yo me organicé los dos primeros días en el
trabajo para poder quedarme con él. Sabía que esas horas de permiso eran
necesariamente recuperables, y que esto supone un obstáculo más a los ya de por
sí apretados horarios. Pero dentro de los límites de lo posible, sí es cierto
que he encontrado la fórmula para hacer y deshacer colocando siempre el cuidado
de mi hijo como prioridad.
De esta experiencia
que os decía quería compartir con vosotras dos reflexiones: la primera es el
cansancio que acumulo al no poder desprenderme del trabajo del modo en que yo
querría desprenderme: de la rigidez del horario, de la necesidad de presencia
cuando hay medios suficientes para trabajar de otro modo sin necesidad de estar
ahí presente y de su no atender mi disponibilidad. La organización y el sentido
del trabajo vigentes no atienden mi disponibilidad, me permiten ausentarme
cuando mis necesidades personales son otras, pero me piden que devuelva a
cambio tiempo o dinero. Yo llevo mi vida al trabajo, pero este no se deja, no
quiere venirse conmigo a mi casa.
La otra cuestión que
me ha sorprendido es el asombro ante la demanda masculina. Albert llamó a su
empresa para pedir un día de permiso y se lo dieron, pero a la vez le
preguntaron: ¿Y tú mujer? Albert es trabajador familiar, trabaja en una empresa
en la cual a excepción de unos pocos, todas son mujeres, el noventa por ciento
creo, entonces no entiendo la sorpresa, a no ser que la sorpresa sea por ser él
un hombre. Pero el hecho de llevar la vida al trabajo es una necesidad para las
mujeres y también para los hombres en este nuevo contexto de necesidad de dos
salarios.
Los dos salarios
cubren la materialidad imprescindible para la existencia humana, dan respuesta
a la necesidad que es el cuerpo. La materialidad imprescindible está hoy a la
orden del día. Los dos salarios son un ideal, puesto que suman hasta llegar a
fin de mes y muchas veces la falta de uno de los dos es un contratiempo
económico. Desde hace ya un par de años somos muchas y muchos quienes hemos
dejado de vivir a cubierto para aprender a vivir con la preocupación del
dinero. Una preocupación que a mí me ha llegado de la mano de mi hijo. La escasez
es ahora una responsabilidad que no permite frivolidades ni vanidades.
Así que ando con
tiento, consciente de que la contingencia de precariedad material se inscribe en cada una de un modo
distinto. Aún así, ser madre también ha cambiado, y esto es lo último que toca
mi exposición de hoy: mi sentimiento de responsabilidad con el mundo. Porque
con mi hijo al lado quiero vivir el presente sin grandes planes de futuro y,
aunque paradójico, quiero que este presente sea garante del camino hacia el
futuro.
Está claro que vivo
haciendo malabares y que esto no me quita la risa, aunque tenga alguna que otra
contractura. No sé si inventaremos, lo que sí sé es que en mí día a día
inventar es imprescindible, y pienso que mi experiencia es singular, pero no
única ni exclusiva. Es otro nudo, uno más, que teje lo que no está en mis
manos. Mi hijo me ha enseñado muy bien a vivir sin estar sujeta a la necesidad
de controlar todas las cosas, me ha enseñado también lo importante que es ser
en el estar, él sabe rápidamente cuándo estoy de vacío, y me ha enseñado
también que la nada, muchas veces, es lo nuevo. La nada que da un corte de
sentido para evitar la tentación de repetir fórmulas que ya no son de este
tiempo.
¿Por qué os cuento
todo esto? Porque siento que la maternidad es en mí una experiencia de
cambio tan grande que con ella se cambia
el mundo. La mayoría de los manuales de ciencia política dicen que una
revolución política es el proceso de cambio estructural de las formas de
gobierno por caminos no previstos institucionalmente, consideran estos manuales
que las revoluciones surgen de la combinación entre una situación insoportable
y el bloqueo institucional a la expresión del propio deseo. Quizá la revuelta
de la maternidad, este despertar de mujeres y hombres a otra conciencia de
prioridades, sea la antesala de una revolución política que nada tiene que ver
con las imágenes de nuestra tradición occidental, una revolución que nace de
las prácticas de creación y recreación de la vida y de la convivencia humana.'
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