Se levantaba puntual a las 7h. Y como si de un ritual greco-romano se tratara se vestía cada día de negro. Le encantaba sentir el sol penetrando por las ropas oscuras, calientes, y entre tanto negro resaltaba el color carmín de sus coloretes, sin pintar. Salía a comprar el periódico, 1’20€. Paraba en el bar de la esquina y tomaba su café con leche recién hecho, el camarero elegía la cucharilla y el sobre de azúcar [moreno] con letras, negras. Y a trabajar. Trabaja que trabaja en la oficina, tomando medidas, los planos cerrados, y abiertos, y vueltos a cerrar... y escudriñaba a menudo por la ventana buscando a una maldita musa blanca, perdida por las calles de la polis. La miraban todos: por rubia y esas vestimentas con las que, aunque lo intentara, le era imposible pasar desapercibida. Llegaba a casa a media tarde y ponía música negra: jazz, funk, soul, rhythm&blues, hip-hop... dependiendo del día, del humor, era una u otra. Y pronto un sueño profundo se la llevaba a dormir. Y a las 19’00 h llegaba una morena, puntual a la cita. Risueña y decidida. Cada día con la misma media melena negra, lisa, lacia, bien peinadita. Y sin despertar-la, observaba como la otra dormía plácidamente en el lado izquierdo de la cama. La morena iba de blanco, toda entera, con un traje chaqueta que ni el mismo Prada podría haber diseñado. Y escribía. Sólo hacía eso, toda la noche, escribir y gastar bolígrafos, dejando notas inspiradoras que otra utilizaría al día siguiente. Hasta las 07’00 h que un cepillo de dientes aparecía en la boca de una rubia, vestida de negro, dispuesta a ir a trabajar.
Y así es como la noche se convierte en día, y el día en noche, duran lo mismo, viven a meses y kilómetros, pero primavera y otoño están siempre unidos y pendientes el uno del otro. Aunque sólo sea por una cuestión de casualidad...
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